Conocemos a Jorge Zanzio escritor de la ciudad de La Plata, nos acerca su Biografía y algún texto para compartir
¿BREVE BIOGRAFÍA DE UN ESCÉPTICO O DE UN ABSURDO OPTIMISTA?
Nací cuando los Beatles ya habían conquistado el mundo y en la guerra de Vietnam, como en todas las guerras, a diestra y siniestra seguían muriendo inocentes. Al hombre le faltaban apenas unos años para realizar un pequeño gran paso en la luna. Me bautizaron, tal vez por necesidad, o por ejercicio enquistado de una inercia cultural; no importa. A pesar de las carencias materiales fui un niño relativamente feliz porque nunca me faltó un abrazo, un beso, y la posibilidad de soñar. Más tarde tomé la comunión y temía por mis pecados. La culpa me engendró miedos con rostros de fantasmas sangrientos.
¿Qué culpas puede tener un pibe a los nueve años? Otra de las barbaridades de la religión; ahora sí comenzaba a importar el peso de toda esa mierda. Desde los doce a los quince no tuve padre, y después lo recuperé, pero ya resquebrajado por una invalidez emocional. De haber tenido la edad suficiente lo hubiese votado a Alfonsín porque me creía radical, me entusiasmé con su carisma e inteligencia, ¿quién no? Me tocó la colimba con el número de sorteo 971; infantería de marina. Catorce meses tirados a la basura. Sin ser demasiado consciente, los valores de la vida ya me los había enseñado mi vieja que siempre estuvo ahí, apuntalando mi ética. No es necesario esa rutina castrense para entender de qué va la cosa; la vida real se conoce fuera de un batallón. Hasta los diecinueve o veinte fui creyente más o menos practicante, pero un poco después me volví agnóstico, tal vez influenciado por Borges o
Asimov. Como ellos, ser ateo lo creía un acto de soberbia. Luego en el país se fue todo al carajo, y en ese remolino de incertidumbres, extravié las ideas, me perdí entre el ser y el no ser. Ya no quería saber nada de política partidista, entonces me transformé en un anarquista sin saber nada del anarquismo. Maté a Dios. Desde mediados de los ochenta hasta el inicio de los noventa me la pasé de changarín: peón de albañil, artesano, mozo, pintor de brocha gorda, ayudante de panadero, etcétera, etcétera. En 1989 incursioné en la poesía para nunca más dejarla. Me afeité la cabeza y olvidé los colores estridentes, me sometí al coqueteo con la escala de grises. Descubrí a los poetas malditos.
¡No! Claro que no fue por estar pelado que me empapé con los poemas de Rimbaud, Baudelaire, o el Conde Lautréamont, aunque mi nuevo look le dio un marco a mi espiritualidad de rebelión interior. Hasta ese momento, tuve ocasionales encuentros sexuales, y amores idealizados que inspiraban tristeza a la vez que se volvían una fuente “productiva” de arte. En mi bunker sobre la salamandra calentaba el agua para el mate, y leía y escribía bajo una lamparita melancólica; cuanto más angustiante, mejor. Almorcé y cené polenta de todas las maneras posibles. Me volví un maldito como a mí me gustaba. Flagelarse para crear, típica receta de iniciados o de ignorantes. Luego aflojé un poco con la noche y acepté un empleo estable, por lo tanto, un sueldo fijo que me facilitó el comprarme en cuotas mi primera cámara de filmar VHS, y así incursionar en nuevos lenguajes atravesados por una mirada más experimentada y menos barroca. También me sirvió para llenar un poco más mi heladera. Pasaron los
años y a los treinta, ya cansado de transitar un submundo romántico, formé una relación sentimentalmente estable. Como quien cuelga un saco en un perchero, dejé a un costado mi lado más lóbrego y me dediqué a la vida convencional; no por ello menos atractiva. Durante más de una década, en cada elección impugné los votos, ejercí el escepticismo hasta que, en el noventa y nueve voté a De la Rúa. Un bluff con todas las letras. La hecatombe en el país, y otra vez el bajón ideológico, el apretón de huevos. El club del trueque fue un espejismo urbano que duró tan solo un instante, tan solo un instante. Pasado un lustro de relación, y después de idas y vueltas, definitivamente con mi novia cortamos el vínculo sentimental, y la vida en el planeta continuó fluctuando entre la estabilidad y el caos. En el 2002 estrené mi primera obra de teatro y nunca más abandoné esa experiencia superlativa. En el 2003 me enamoré, en el 2004 nos casamos. En la fiesta de casamiento fue la única vez que me vi junto a mis dos hermanas y mi hermano, los cuatro juntos. Nunca más atravesé ese cuadro familiar. Unos meses después de casados adoptamos un perro que vivió quince años. En 2007 tuvimos un hijo, el más hermoso de todos los hijos. Desde entonces defendí y defiendo a ultranza ese universo que me fortalece y me equilibra, que me completa. También en 2004, junto a mi pareja creamos el grupo de arte interdisciplitario Pisando Pliegos. Y al igual que en los inicios de ese proyecto hoy seguimos con las producciones artísticas impulsados por el mismo entusiasmo. Desde finales de los ochenta, cuando sufrí la primera
decepción política hasta la actualidad dejé de creer en la posibilidad de un país mejor, excepto por un rato, en 1999 como señalé anteriormente. Ahora solo visualizo esa pulseada eterna entre el bien y el mal, entre lo que debería ser y lo que es. Conclusión: el problema de toda la humanidad son los humanos. Ya no es necesario conservar muerto a Dios porque ahora estoy completamente convencido de que solo se trató y se trata de una ficción para mantener a raya a los pueblos; otra barbarie de la especie. En definitiva, no se puede matar lo que nunca existió, por esa misma razón, paradójicamente mantendrá su vigencia hasta el fin de los tiempos. Hoy no tengo orgullo de patria en el sentido de un territorio demarcado, y de una cultura que a mí y a un pueblo identifique. Me cago en las fronteras, y mi patria rotundamente son las personas que quiero, los libros que leo, las películas que elijo mirar. Soy hincha de la selección argentina porque nací en un barrio extenso llamado Argentina, al igual que soy hincha de Estudiantes de La Plata porque me parieron en una metrópolis inspirada en una ciudad de Julio Verne, nada más. Nunca mataría a alguien por cruzarse el alambrado, en todo caso mataría al que alambró. En mi cuadra vive gente despreciable y gente maravillosa como sucederá en una calle de Seattle o de Johannesburgo, o de Santiago. Me gusta el himno argentino al igual que me gusta la Marsellesa. Y sin perder la idea de que se trata de un deseo ingenuo, la Internacional de los trabajadores me emociona mucho más. Comulgo con la definición de Jodorowsky: -Mi patria son mis zapatos. En este presente tan convulsionado, ¿y cuando algún presente no lo
estuvo? solo me queda por apostar al feminismo, en su potencia de movimiento revolucionario. No es que imaginé el paraíso ni mucho menos, ya lo anuncié, soy un pesimista constante. Pero quizás ese tsunami femenino traiga un poquito de mejores días. Quién sabe, tal vez mientras escribo me voy volviendo un absurdo optimista. Con seguridad solo sé que tengo cincuenta y dos años y que aún no he visto nada; eso me gusta porque me mantiene alerta, con la capacidad de asombro intacta. ¿Mañana? Mañana concretamente sábado, entonces el mejor de los evangelios: asadito con amigos, vino tinto, y good show.

CUANDO CONOCÍ A MESSI
Texto de Jorge Zanzio
Este verano de dos mil diecinueve con mi familia logramos escaparnos de las garras del calor húmedo que acosaba a la ciudad de La Plata. Gracias a unos ahorros atravesamos el Atlántico para al fin arribar en España, esa atractiva madre que nos parió por pura prepotencia de la cruz, de robos y violaciones, y que durante este último enero fue abrazada por un benigno invierno. Entre todos los rincones que tuvimos el gusto de conocer, Barcelona tuvo su lugar de privilegio. Nos hospedamos en un departamento ubicado en el atractivo barrio del Raval, un lugar lleno de bares bohemios y artistas callejeros, a pocas cuadras de la Rambla, paseo por donde miles de personas de diversas nacionalidades transitan el día a día. Luego de visitar los lugares comunes que nos propone la historia y las agencias de turismo, como siempre, en cada viaje, nos internamos al margen de todo lo rimbombante para descubrir lo cotidiano, lo anónimo, lo chiquito, lo sutil: el comprar en un almacén, o en un despacho de pan, o ingresar a un locutorio atendido por gente de diversos orígenes, intercultural. Cruzar palabras, modos y guiños con los habitantes de la zona fue tan encantador como subir al Montjuic, o tomar sol en La Barceloneta. Siempre nos sedujo el rol de viajeros más que el de turistas. Al diablo con el all inclusive.
Una mañana, con la familia decidimos salir de picnic, y además de llevar el termo y el mate también dijimos de armarnos de unos sándwiches de queso,
jamón cocido, y por supuesto, para mí porque a ellos no les gusta, de jamón crudo, o como suelen llamarlo por aquellas latitudes, jamón curado. Mientras ella se bañaba y el querubín aprovechaba para dormir un rato más, yo me encargué de ir en busca del pan y del fiambre. Ingresé en un mercado pequeño ubicado a cuatro o cinco cuadras de nuestro domicilio, atendido por un musulmán esbelto, enjuto y muy simpático. Sin vacilaciones me dirigí directo al sector en donde sabía que encontraría lo que buscaba dado que era la segunda o tercera vez que visitaba ese establecimiento. Luego de husmear por unos momentos la mercadería y cotejar precios, coloqué en el canasto las bandejas de fiambres que ya empezaba a degustar con la mirada. Luego me acerqué a las estanterías donde podía elegir el pan que más nos satisfacía. Pero antes de aferrarme a las baguettes, lo vi ahí, parado a unos pocos metros, colocando en su canasto algunos frascos de escabeche. Mi parálisis habrá sido tan evidente, tan de estatua, que él también la advirtió. Entonces giró su cabeza hacia mí sonriéndome con una mueca imperceptible, bonachona. Me habrá visto tan desencajado que en su cara podía leerse cierta preocupación. Me costó un esfuerzo terrible devolverle a su gesto amigable otro gesto del mismo tenor. ¿Argentino? Me preguntó con su voz diminuta. Respondí ejerciendo un movimiento torpe de cabeza a la vez que me preguntaba cómo podía saber que yo era argentino si todavía no había esbozado una sola palabra. Inmediatamente me convencí confirmando para mis adentros que los
genios, sea cual sea su trabajo específico, todo lo saben. Se acercó unos pasos a la vez que yo pude dar los míos en dirección al astro. Ese hombre de un metro setenta, con los hombros ligeramente caídos hacia adelante parecía mucho más grande que yo que lo sobre pasaba en diez centímetros. A pesar de las muy diversas razones, en ese momento sentí la misma emoción que había sentido en Madrid, en el museo del Prado cuando me posicioné frente a Las meninas de Velásquez, o en el Reina Sofía cuando contemplé el Guernica de Picasso.
Al fin pude destrabar mi asombro, relajarme un poco y así incursionar en la charla, dejándome llevar por el discurrir de las palabras. Con el paso del tiempo se iba incrementando cierta confianza, y el mejor jugador de todos los tiempos, de acotado vocabulario, pero de inmensos sentimientos, me contó de su pasión por el Camp Nou, de su relación de arraigo con la ciudad de Rosario, de sus amigos de la infancia, de su familia, de algunas anécdotas alocadas con el pistolero Suárez, y de otras con Ronaldinho. También, como si se tratase de la frutilla del postre, me habló de lo más preciado, de Antonella y de sus hijos. Mientras exponía sus sentimientos, a veces con cierta tartamudez, yo ratificaba no solo la admiración de su técnica y de su fortaleza dentro de la cancha, también veneraba su coraje fuera de ella, su capacidad para no emborracharse con el éxito y la fama, para vivir el día a día sin bombos ni platillos. Messi no es un simple jugador de fútbol, es un performer, un artista. Él preguntó sobre mí, sobre mis amores y mis proyectos. Durante mi relato iba entendiendo más la
distancia sideral que existía entre nosotros dos, entre su condición profesional, económica y social, y la mía. Pero sin amilanarme le di para adelante comprendiendo que a pesar del abismo que nos diferenciaba mis sueños eran y son tan legítimos como los suyos. En ese rato él estuvo más atento a mis palabras que muchos conocidos de mí misma condición que solo te buscan para regodearse con sus vanidades. El pibe, sin pretenderlo, en cada segundo seguía creciendo en su grandeza.
Repentinamente se escuchó el vocablo ¡amor! que provenía desde el extremo de una góndola. Se trataba de Antonella que, con su dedo índice derecho golpeaba suavemente sobre su reloj pulsera. Se la veía más linda que en fotos y videos, más fresca, más sexy. Lionel se excusó contándome que tenían que hacer más compras, y que había sido un placer conocerme, que solía buscar el escabeche en ese local porque conocía al dueño, un tipo muy talentoso en esa materia. Como dos amigos nos dimos un abrazo sabiendo que tal vez nunca más nos volveríamos a cruzar. Ese día la casualidad o la causalidad indudablemente había jugado en mi favor; gol de media cancha. Entonces Messi, luego de perder su mirada en su interior, con paso lento de hombre común, vulnerable, se alejó hasta la caja. Pagó. Saludó al dueño con un apretón de manos, e intercambiando palabras que no comprendí. Se escuchó el tintineo de unas campanitas al abrirse y cerrarse la puerta. Su compañera lo esperaba en su auto.
Ya en camino de regreso al departamento, sabiendo que la demora estaba justificada por la ocasión, pensé en Gay Talese, un excelente periodista estadounidense del cual hacía tan solo unas semanas había leído su artículo titulado “Sinatra está Resfriado”, editado por la revista masculina Esquire en abril del sesenta y seis, unos meses antes de que nazca yo. El autor no logró entrevistar al cantante de origen italiano, pero a partir de datos robados hábilmente a los colaboradores de Sinatra, creó su maravilloso texto.
A esa altura de la mañana el sol llevaba la temperatura a los doce grados, y yo reafirmaba la idea de que tenía que sacarle el jugo a cada instante porque en dos semanas volvería al hogar, a los horarios, a los madrugones, pero también volvería a mi tiempo creativo, a la ficción, a sentarme frente a mi computadora, a escribir esta historia, ¿verdadera o ficticia? Qué importa.